Placer Urbano Music

jueves, 3 de junio de 2010

Sugar Tremens


Cada vez que salíamos a pasear por el downtown, existía un “pero”. Nunca podíamos coincidir en el lugar ni en qué haríamos, a pesar de que compartíamos los mismos gustos. Yo no sé si lo hacía por molestarme, o porque simplemente no compatibilizábamos.

Comúnmente paseábamos por el Barrio Lastarrias, siempre indecisos de qué lugar escoger para embriagarnos y volver a amarnos. Deambulábamos varios minutos observando los bares. A mí, en lo particular me daba lo mismo a cuál entrar. Yo era de esas personas que siempre ordenaba lo mismo: un vodka tonic, y me fumaba cinco cigarrillos – bajos en nicotina y alquitrán- por cada vaso que atravesaba mi garganta. Es decir, mi cajetilla siempre terminaba vacía…caso que provocaba siempre una discusión cuando salíamos del bar.

- “Te dije que compraras cigarros extras” – me decía con tono agotado.
Yo lo miraba con un gesto amabale de niña chica y le contestaba:
- “Pero si a ti te quedan” – respuesta que le hacía juntar con fuerza sus tupidas cejas y caminar cierto tiempo sin hablarme, hasta que se le pasaba la rabieta.

Una gélida noche de agosto no opuse resistencia a la elección del antro. Fernando había escogido un bar que me atrajo por su fachada. Me sorprendió, porque extrañamente, siempre él quería entrar a lugares que no tenían mucho que ofrecer a nivel visual. A Fernando sólo le interesaba el contenido de la barra o la carta…a mí: las paredes, la decoración, el ambiente…sabía que siempre adentro me estaría esperando mi Absolut con tónica, tres hielos y una rodaja de limón. Entonces, si la conversación se ponía densa, yo me refugiaba en los adornos…escapaba a través de las imágenes de los cuadros, de los neones de la barra…o, simplemente, me ponía a contar las botellas iluminadas.

La mayoría de las veces, y ya, por lo general, en mi segundo vaso a medio tomar, sentía una profunda compasión por él, por su amargura…Tal vez por eso siempre pedía Vodka: al principio amargo, y al final, lo dulce. Mientras eso sucedía, Fernando se dedicaba a catar diferentes sabores. Cuando me preguntaba, con su cara impávida, qué iba a pedir yo, me decía- con desganas y algo desilusionado- que era una fome, que cómo no me atrevía a probar otras combinaciones. Pero yo me terminaba riendo de él cunado pedía sus extravagantes elixires, catalogados como los más “cool-drinks”. Les daba un primer sorbo, y sin mirarme, sacaba la lengua intensamente roja que tenía y gritaba con cara de asco: “¡Pfff, qué es esta hueá!”. Yo pensaba para mi misma : “Lo que pediste, amorcito mío”.

Invariablemente, las ocasiones que pasábamos en un bar se transforman en un lugar sagrado, no se discutía…sólo nos mirábamos….y claro, yo ponía los tópicos, porque a él, rara vez, se le ocurría plantear un tema que no se diluyera antes de tomar el siguiente sorbo. Mientras los minutos avanzaban, como el alcohol se diluía en nuestro torrente sanguíneo, más nos deseábamos, más nos amábamos. Éramos los ebrios más embelezados del centro de la ciudad.

Una noche de octubre, cuando la primavera se respiraba a través de sus brotes, no salimos a pasear ni discutimos. Me llamó y me dijo que me esperaba en el mismo barrio. Estaba en un café. Cuando llegué, él ya había tomado la mitad de un típico, corto, oscuro, amargo y poco lúdico Expreso…también, una determinante decisión.

Lo miré, no me senté frente a su cara de nada, me dí la media vuelta, como una gata en celo… lenta, delicada, casi invisible y avergonzada. Crucé la calle, entré al primer bar que encontré, me senté en la barra, no miré a nadie ni nada, y pedí un Daiquiri.

1 comentario:

Patricia Asmussen P. dijo...

Me encantó!!!

Patricia Asmussen.